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Discurso de agradecimiento con motivo de la entrega de diplomas a la mejor investigación que otorga la UAM-C

 

Toda razón de existir de la universidad radica en ser un espacio para la búsqueda y la enseñanza del conocimiento. El análisis filosófico de las condiciones indispensables para que éste sea posible muestra que nuestra naturaleza se constituye de un espíritu inmaterial, y, por tanto, inmortal, que está llamado a conocer la verdad y a entregarse al bien, así como a responder por sus actos. Permítanme exponer brevemente este análisis a riesgo de parecer anticuado o supersticioso a los eruditos.

Conocer es –nos dice la filosofía- ser o llegar a ser el otro en cuanto otro. Esto porque cuando conocemos nos convertimos intencionalmente en aquello que conocemos sin que por ello dejemos de ser lo que somos. Ésta es la única manera en que puede explicarse el conocimiento en su verdadera naturaleza sin degradarlo; porque explicar qué es el conocimiento implica tener que explicar cómo se da la verdad en él, pues todo conocimiento es necesariamente verdadero o no es conocimiento.

La verdad, como lo han explicado los filósofos, es una adecuación del pensamiento y el ser en la que ambos se corresponden. Por tanto, estar en la verdad es inteligir mediante un juicio mental el ser tal como es. Así pues, lo que llamamos conocimiento es un acto en el cual nuestra inteligencia se adecua con el ser, en tanto considerado como otro. Por esto podemos saber que somos seres espirituales. Explico esto.

Todo cuerpo, toda materia ocupa un lugar en su propia espacialidad y este espacio no podría ser ocupado por otro cuerpo. Pero en el acto de conocer sucede algo totalmente distinto, pues el objeto de nuestro conocimiento se hace presente a la inteligencia ocupando un lugar en ella, por decirlo así, pero sin destruirla, sino perfeccionándola; pues, en efecto, nos perfeccionamos cuando conocemos. Y este objeto, que es lo que conocemos, no podría ocupar este lugar si la mente o él mismo fueran materiales.

Podemos verlo también desde otro ángulo, todo facultad se especifica por su objeto y guarda comunión de naturaleza con él, del mismo modo que la facultad lo guarda con la sustancia a la que pertenece. El objeto de la inteligencia es siempre un aspecto del ser tomado formalmente, es decir, un universal. Cuando pienso, por ejemplo, el concepto “árbol”, no pienso en este o aquel árbol, sino en una naturaleza que conviene simultáneamente a todo árbol existente actual o posiblemente, y es imposible que algo material pueda cumplir esta función. Por tanto, el objeto de la inteligencia es inmaterial, lo que significa que ella también debe serlo.

En razón de lo anterior podemos afirmar que las universidades están entregadas a la importantísima tarea de proporcionar a las sociedades un bien espiritual. Este bien que proporcionan las universidades no está en los papers ni en los libros, sino en la mente de sus estudiantes. Por tanto, el bien que nos entregan las universidades son sus egresados. Lo explico.

Enseñar no es transmitir el conocimiento, como suele creerse, sino incitar, excitar y motivar un acto de apertura, para que el espíritu logre captar con su inteligencia un ser que se le ocultaba. En efecto, cuando el estudiante aprende, no llega a conocer porque otro le transfiera el conocimiento, sino que conoce porque otro, el maestro, le ha indicado cómo debe dirigir la mirada intelectual para captar. Todo acto de conocimiento, tanto del que aprende a obtener una derivada, como del que aprende a interpretar un poema o de quien aprendió a identificar la composición atómica de un elemento químico, es un acto de visualización de un aspecto del ser. Así que el bien que proporcionan las universidades no es otro que personas que han aprendido a usar de cierto modo la mirada de la inteligencia.

Pues bien, para que los ojos puedan ver, se requiere de una luz que ilumine las superficies. Y de la misma manera, la inteligencia requiere de una luz para intuir lo que conoce. Esta luz no es otra cosa que la idea analógica del ser, la cual ilumina las cosas para que la inteligencia posándose en ellas conozca desde cierta perspectiva el ser constituyente de lo que contempla. La fuente que emite esta luz no puede ser sino aquella en que cualquier posible determinación de la idea del ser y todas las posibles determinaciones se encuentran en grado eminente; por tanto, dicha fuente no es sino el ser infinito.

Por otra parte, cuando conocemos, dado que nos convertimos en lo que conocemos, nuestro espíritu se adecua a la forma de la cosa conocida; esta adecuación del espíritu a la forma es lo que llamamos objeto de conocimiento. Nuevamente, la filosofía también demuestra que esta forma de las cosas, que es lo que conocemos de ellas por la inteligencia, tiene que ser de alguna manera o no sería nada; de donde se infiere que las cosas que vemos y percibimos son participaciones de formas eidéticas y tal es su condición de posibilidad para que puedan ser conocidas. Pero como esas formas no pueden existir sino como lo que son, como seres inmóviles y eternos, entonces requieren para existir de una base ontológica infinita, ya que sólo lo infinito puede ser por su naturaleza plenamente inmóvil y eterno. Existen, pues, en el ser infinito.

Así, por el análisis del conocimiento, en cuanto a sus exigencias ontológicas, se nos revela también el ser infinito. Por dos lados se ve que todo conocimiento y toda verdad dependen de este ser. Por un lado, este ser infinito es una fuente de emisión de la luz del intelecto, luz que es el principio mismo constituyente de cualquier inteligencia discursiva y es requerida para captar cualquier ser participado. Por otro lado, este ser infinito proporciona los modelos de ser de las cosas que participan de él y que son lo captado por la inteligencia. Y aún más, también las cosas, a las cuales se dirige la inteligencia para conocerlas, dependen de este ser infinito en cuanto a su existencia, pues es el hecho de que existan exige que una potencialidad infinita las sacara de la nada; dependen, por tanto, del ser infinito.

El hombre conoce; luego, está llamado a la verdad en sí que es el ser infinito. Mas, como decíamos, conocer sólo es un acto de apertura de la inteligencia y por sí mismo no es suficiente para realizar el bien. Por otro lado, llamamos bien a aquello a lo que las cosas tienden por su propia naturaleza y la naturaleza sólo exige lo que la completa en su orden de perfección. El hombre está en la verdad cuando conoce; luego, su orden de perfección está en el ámbito de lo espiritual. Si aquello a lo que tiende el hombre es la verdad, entonces, la verdad es el bien del hombre. Por tanto, el hombre busca y desea el bien infinito que es la verdad en sí misma, y es en sí misma porque es el ser infinito.

De que el estudiante es aquel que se dedica a conocer, se sigue, entonces, que en la medida en que éste tome conciencia de que participa de la comunión espiritual de la verdad, está llamado a realizar el bien. Por ello imagino al estudiante siendo el verdadero revolucionario que pide nuestro México, no el que toma las armas y hace la violencia, sino el que toma el conocimiento, para comunicar, introducir y proyectar, mediante el amor de caridad, el bien y la verdad en todos los ámbitos de la vida.

Felicito a quienes hoy pueden decir “cumplí con mi deber de estudiar” y abrazo su esfuerzo con la esperanza de que juntos podamos encontrar al ser infinito que tanta falta nos hace. No me resta sino decir gracias a quienes hacen posible el quehacer de la verdad. Gracias a esta Casa Abierta al Tiempo.

 

Miguel Ángel González Iturbe

Ciudad de México a 15 de noviembre de 2017

Diseño y contenido: Miguel Angel González Iturbe

 

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